"EL MAR ES UNA COSA IMPONENTE"

Por Yuri Millares
Era verano y en el pueblo Tazacorte coincidieron quien escribe y Talio Noda, que contactó con un conocido pescador que vivía en Puerto de Tazacorte para preguntarle por sus vivencias, recuerdos y profesión. A la cita se presentó Ángel Martín Concepción sujetando la correa de su inseparable Chiquito, un perrillo que incluso le acompañaba a pescar: “Ya lleva cuatro años en el barco –decía aquel 1997–. Está la chalana a quinientos metros y se pone a ladrar, goliendo; y la ve venir y sabe que es la chalana. Tiene un olfato tremendo”. La chalana es ese bote minúsculo en el que los pescadores de las islas se acercan desde tierra, sea orilla o muelle, a su barco fondeado. “Yo pego a salir a las cinco y media y lo más tardar a las doce estoy en el muelle otra vez. El mar hoy es un paseo”, explicaba la duración de su jornada laboral los últimos años de su vida, en una profesión que aún así era dura, pero a él le parecía que lo era mucho menos que en sus tiempos de juventud: “He pasado bastantes malos ratos en el mar. No había motores, no era nada más que a remos y a vela”. Dormía en el interior de unos barcos de seis metros de eslora que sólo tenían el casco, “encima de las tablas”, eso sí, primero había que buscar “los abrigaderos* donde no hiciera la mar daño, porque por la parte norte tiene la mar muchos abrigaderos: pegados al risco y amarrados de tierra”.
Ropa tostada
En uno de esos abrigaderos, que conoce por el nombre de La Manga, recuerda llegar en una de tantas veces ya de madrugada, “que no se usaba ropa de agua cuando eso”, precisa, “y coger las camisas y las americanas y ponerlas con estacones de vara de tomates al calor de los fejes de vara: le mandaba uno un balde de gasolina y candela para toda la noche”. De este modo secaban la ropa empapada, aunque en aquella ocasión, de tanto fuego como tenía la hoguera, se chamuscó la ropa “y cuando se iba a poner uno la camisa se quedaba con las mangas solas”. No sería la primera vez, ni la última, que navegaría sin camisa, incluso lloviendo. Pero ni un resfriado cogía, asegura. “¡El cuerpo que esté adaptado a petróleo, a frío y a agua ni gripe le entra!”, respondía con sus entonces 72 años “y me vine a hacer un análisis hará cuatro meses, que yo recuerde”.
Igual que habla indistintamente de petróleo o de gasolina, también menciona al gasoil (como cuando tropezó dentro del barco a las cuatro de la mañana y se abrió una brecha en la cabeza, que taponó enrollándose una camisa untada de gasoil “para parar la sangre”), combustibles que en realidad son uno sólo y era el que movía el motor del barco, de 7,20 metros de eslora, que le había hecho un carpintero de ribera de Valle Gran Rey, en La Gomera, 23 años atrás.
Tropiezo grande
Motor tenía el barco en el que uno de sus hijos, con 16 años y que salió solo de pesca, desapareció el día de Navidad de 1984. Aquello fue, dice, “un tropiezo grande”. De inmediato salió a buscarlo. “Le pegué un faro a la batería y salí solo, por la noche, sin saberlo nadie. Me metí por la parte del norte y salí por Puntagorda para fuera. Malamente veía las luces. Cuando me aclaró el día estaba viendo los coches en El Hierro”, después de haber dado una vuelta completa por el norte de la isla e ir dirección al sureste. “¿Y ahora, para coger La Palma?”, se preguntó.
“Cuando salió el sol por Tenerife le eché la popa del barco al sol y vine derechito al faro de Fuencaliente”. Regresó a su isla cuando ya habían salido a buscarlo a él también. Su hijo no apareció hasta 29 días después, en muy mal estado pero vivo, a 595 millas al poniente. “Seis días más y había embarrancado en las Antillas Holandesas. Sin comer nada. Se bebió el agua dulce del tanque del motor, cuatro litros. Estaba enrollado en una colchoneta, metido en la sombra. No le daba el sol y por eso escapó”. Lo rescató un buque congelador soviético “y gracias que tenía doctora y todo y lo atendieron bien”. Estuvo en “el barco ruso siete días con siete noches para traerlo a Las Palmas, sin conocer a nadie”. Ángel reflexiona un momento y añade: “El mar aquí es una cosa imponente”.
Papas y pescado, guisados con agua de mar
Los barquillos en los que navegó Ángel Martín Concepción, siempre costeando la isla de La Palma desde su base en Puerto de Tazacorte, apenas tenían una eslora de entre 5,75 y 7,20 metros. Los últimos años, con embarcaciones dotadas de potentes motores, la jornada de trabajo era para él “un paseo” que duraba desde las cinco y media de la mañana hasta el mediodía, cuando regresaba al muelle. En épocas anteriores, sobre todo si iba a vela y remo, salía a la mar sin saber con mucha precisión la hora (y el día) de la vuelta. “Llevábamos un caldero y donde quiera que llegábamos escamábamos el pescado y a guisar pescado con agua salada. Muchas veces. Y las papas y todo, con agua salada”.
Para poder cocinar e ingerir esas comidas dice que ponían “el barco arrimado al risco, juntábamos leña (pedazos de retama seca y de estacones)”. Y por la mañana nada de café, que “no había; el porrón de agua era el café cuando estaba uno fuera de casa. ¡Cuántas veces bajaba uno los témpanos de carne salada con gofio amasado! Luego estábamos toda la noche que hasta agua salada bebía uno, porque se quedaba uno sin agua [dulce, del porrón]. Por aquí hay un abrigadero, La Manga, en el que hay un pozo de agua. No es dulce, sino media salobre, pero se bebe. ¡Cuántas veces iba yo a buscar agua allí!”.
La tinta que quema
La mejor época para pescar por la costa de Tazacorte “es a fines de mayo”, señala, porque llegan las potas “y es cuando más pescados se cogen: porque con la pota coges la chopa, el medregal, la sama; entra todo. El peje que no le coma pota no come nada”. El único pero que le pone a la pota “es que larga mucha tinta”. Precisamente, la noche anterior a la entrevista con este pescador, sus hijos han salido a pescar potas. “La que es buena es la grande, que le dicen aquí la pota de ley. Esa sí, porque es medio amargona”, lo que implica que también “tiene la tinta más fuerte: usted echa un tambor* para morenas con dos potas de esas y la morena que coma pota, si la deja de hoy para mañana tiene que botar la morena, porque la quema toda por la barriga”.
Antes de seguir hablando de la morena que come pota, precisa que este cefalópodo tiene una tinta tan fuerte “que cuando escupe deja toda la mar negra y pica en la mano que da miedo”. Y ya sigue con la morena, especie de la que el día anterior “cogimos y por la mediodía tuvimos que abrirlas enseguida y aprepararlas, porque si las dejamos para por la tarde ya no sirven. La tinta las quema. Aquí ha habido muchos que la han comido asada con tinta y todo y han estado con diarrea hasta tres y cuatro días”.
Cigarrones al anzuelo
Pero no sólo de potas se ha servido Ángel como carnada para su pesca. “Aquí el mar tiene mucha trampa y mucha clase de carnada. Y uno echa lo que trinca. Yo he cogido años cuando los cigarrones aboyados*, que parecen camarones: me acuerdo de ir poniéndolos en los anzuelos y coger cabrillas. Que yo llegué a ver aquí tongas de cigarrones de hasta cuatro metros, uno encima del otro. Nos daban las cacharras* de gasolina para ir a pegarles fuego. A la isla la dejó toda cepillada: eso es por bandadas y recuerdo un año que donde se posaban dejaban el palo limpio. Con la gasolina le echabas candela y no quedaba ni Rita”.
Dejando a un lado circunstancias excepcionales como la anterior, la carnada más habitual aparte de la citada pota, eran calamares, y también caballas. Con caballa, por ejemplo, se cogen las albacoras que “son pejes de cien kilos y donde ves que va le vas botando caballa y sale a la caballa viva. Y a la carnada muerta: tú paras el barco, picas la caballa en trozos, menudita, y vienen a por los ciscallos* y las ve uno hasta comer encima del agua”.
Brazos agotados
Ángel no usaba carrete, sino su propia mano para sujetar la liña y eso incluía a las enormes albacoras. “El verano pasado salí un lunes solo. Tenía la nasa echada y tenía caballa y tiré unos ciscallos y vi tres. Eché la liña y clavo uno. Se llevó para abajo como cincuenta metros sin tocarle la liña, porque quema la mano, y se llevó el anzuelo. Volví a preparar otro. Estuve con ella lo menos una hora, yo solo y el perro [Chiquito]. La traje arriba y la embarqué y después volví a coger otra y así cogí tres. A la más grande le pegué unas ocho o nueve veces en la banda ya muerta y le metí la mano por los ojos para poderla embarcar cuando el barco bajara un poco. Y fue tanto lo que le pegué (que la iba a amarrar para traerla, porque no podía embarcarla) que resbalé, caí encima de las otras dos que estaban en el barco y la tercera me cayó encima. Venía a tierra y ni podía mover los brazos”.
Fuente: Pellagofio.com